jueves, 9 de abril de 2020

Cámbiense de ropa, señorías

Cuando decretaron el cierre de centros educativos en Madrid el 10 de marzo, millones de personas seguimos yendo a trabajar en transporte público. Recuerdo el temor que sentía cuando bajaba al andén y llegaba el metro. Atestado de gente, como cada mañana en hora punta.

No había, en ese momento, percepción de riesgo. Nadie llevaba mascarilla ni tomaba precauciones. Recuerdo abrir disimuladamente la puerta del vagón con el foular que llevaba para cubrirme el rostro. Cuando entraba, me sentaba decepcionada porque no oliese a desinfectante. Ni rastro de limpieza.

En menos de una semana empezaron los síntomas... y el miedo.

A pesar de estar en aislamiento, haber visitado al médico y haber pedido expresamente que me hicieran el test, no había test para mí, solo incertidumbre y riesgo. No lo había ni para mí, ni para mi familia con dos menores a cargo.

Hemos superado las adversidades, los miedos y las incomodidades de un aislamiento en un piso de dos habitaciones para cuatro. La obsesión de lavarlo y desinfectarlo todo. La desesperación cuando se contagia el segundo adulto de la casa. ¿Quién atiende ahora a los niños?

Nos organizamos y salimos adelante con el máximo sentido de responsabilidad colectiva. No saturemos y no demos problemas a no ser que estemos muy graves. Lo hicimos nosotros y lo hicieron millones de ciudadanos que pasamos la enfermedad en silencio, ocultos en nuestras casas, de espaldas a los datos y privados de la certeza de un test.

Señorías, ¿cómo es posible que los taxistas se pongan de acuerdo para trasladar a personal sanitario o pacientes en cuestión de horas?
¿Cómo es posible que los restaurantes se pongan de acuerdo en pocos días para llevar comida gratis a los sanitarios?
¿Cómo es posible que miles de empresas se pongan a fabricar material de prevención sin tener experiencia previa?
¿Cómo es posible que los ganaderos, con la ruína de sus negocios a la vista, donen sus reses a quien las necesita?

Y entre tanta incertidumbre, solo me asalta una certeza: la clase política vive en una realidad asocial. Una realidad de coches privados, suites sanitarias, subcontrata de servicios y su endémica guerra de poder.

Su falta de empatía, señorías, no les permite aprender del ejemplo que les están dando los ciudadanos. Taxistas, restauradores, costureras, amas de casa, señoras de la limpieza que, voten a quien voten, piensen lo que piensen, se ponen de acuerdo y se organizan para ayudar y superar esto juntos. Si ellos pueden, ¿por qué no pueden ustedes?

Señorías, quítense sus trajes y cámbiense de ropa.

Sigan el ejemplo de los ciudadanos.

@MargaMCasal